Sin Título
Diego Álvarez
As everyone knows, there are insects which die
in the moment of fertilization, thus it is with all joy,
life’s supreme and most voluptuous moment
of pleasure is attended by death (...)
Kierkegaard
Kierkegaard
Estaba sumido en una depresión profunda. Después del abandono había venido la rutina, y con ella una desesperación silenciosa pero mortal. Lo cansado en la rutina no estribaba tanto en lo que yo hacía, sino en las cosas que notaba de mi actitud día con día. La forma en que me agachaba a amarrar las agujetas de los zapatos, o la forma en que mordía mis uñas cada vez que recordaba el abandono. El asco que sentía cada vez que me descubría en aquellas actitudes. Y pensaba mucho en días pasados, cuando no me preocupaba por pensar en días pasados. Intentando engañar a la memoria bebía, a menudo, hasta quedar inconciente. Antes de eso, sin evitar los recuerdos, apretaba el botón Repeat en mi discman y dejaba que los discos que más me dolían corrieran una y otra vez. Y dejaba, también, que cigarros babeados se consumieran en mi mano. Me quedaba dormido lentamente en una borrachera agria que volvía a comenzar el día siguiente.
Nublado a la mitad de una borrachera habitual, llené un vaso más de alcohol de caña y lo bebí de un trago. Escuché cómo una canción terminaba, y otra comenzaba. Sentí el estómago revuelto como cada vez que sonaban esos acordes. Apreté los ojos para llorar. Deseé que apareciera ella. Serví y vacié otro vaso de cerveza. Tallé mis ojos: el humo del cigarro había cubierto el cuarto. Entre la niebla espesa sentí un aire suave, y creí escuchar el ruido de un aleteo. Después de un parpadeo la vi: una mujer completamente desnuda caminaba hacia mí. Al principio la asocié con mi abandonadora, pero cuando se acercó más noté que era completamente distinta.
La mujer alada y yo hicimos un pacto: la invocaría con una profunda borrachera, entre la conciencia y la inconciencia. Así, el domingo la penetré de espaldas, el martes me obligó a gemir su nombre, el miércoles puso mis manos en su cuerpo y ahí las calentó al rojo vivo con violencia, el viernes hicimos el amor bestialmente. El sábado dormí sobre sus alas negras. Siempre ebriedad y siempre niebla.
Las primeras semanas mi adicción había sido frenética. Buscaba desesperado la ebriedad y en la ebriedad perder conciencia hasta encontrar a la mujer alada. Luego empecé a enfermar. El delirio y las alas negras ahora eran a una pesadilla que no paraba. Durante el tiempo que habíamos pasado, me había drenado. La realidad era un sueño venido a menos. Un mareo oscuro. Los días se volvieron difusos. Al cabo de un tiempo incluso olvidé cómo alguna vez había podido diferenciar entre un minuto y el siguiente. Me sentía atemporal, caminando sombrío hacia una muerte no muy distante en un transcurrir irreconocible que luchaba por mantener su original calidad de tiempo.
Traté, sin éxito de abandonar la ebriedad, pero la ebriedad volvía a mí. La ebriedad y la mujer alada, de quien yo era alimento. Pero, aunque al principio me dejé llevar por la peripecia del instinto de supervivencia, ahora ya no me quejo. La dejo estar. Después de meses del placer que me ha matado lentamente, descubrí que, en el camino hacia la muerte, el único problema es el instinto pusilánime que hace difícil aceptarla; y descubrí también que no hay mejor manera de pasar mis últimos días que en el abrazo de las plumas negras de la mujer alada, mientras ella me devora.
Nublado a la mitad de una borrachera habitual, llené un vaso más de alcohol de caña y lo bebí de un trago. Escuché cómo una canción terminaba, y otra comenzaba. Sentí el estómago revuelto como cada vez que sonaban esos acordes. Apreté los ojos para llorar. Deseé que apareciera ella. Serví y vacié otro vaso de cerveza. Tallé mis ojos: el humo del cigarro había cubierto el cuarto. Entre la niebla espesa sentí un aire suave, y creí escuchar el ruido de un aleteo. Después de un parpadeo la vi: una mujer completamente desnuda caminaba hacia mí. Al principio la asocié con mi abandonadora, pero cuando se acercó más noté que era completamente distinta.
La mujer alada y yo hicimos un pacto: la invocaría con una profunda borrachera, entre la conciencia y la inconciencia. Así, el domingo la penetré de espaldas, el martes me obligó a gemir su nombre, el miércoles puso mis manos en su cuerpo y ahí las calentó al rojo vivo con violencia, el viernes hicimos el amor bestialmente. El sábado dormí sobre sus alas negras. Siempre ebriedad y siempre niebla.
Las primeras semanas mi adicción había sido frenética. Buscaba desesperado la ebriedad y en la ebriedad perder conciencia hasta encontrar a la mujer alada. Luego empecé a enfermar. El delirio y las alas negras ahora eran a una pesadilla que no paraba. Durante el tiempo que habíamos pasado, me había drenado. La realidad era un sueño venido a menos. Un mareo oscuro. Los días se volvieron difusos. Al cabo de un tiempo incluso olvidé cómo alguna vez había podido diferenciar entre un minuto y el siguiente. Me sentía atemporal, caminando sombrío hacia una muerte no muy distante en un transcurrir irreconocible que luchaba por mantener su original calidad de tiempo.
Traté, sin éxito de abandonar la ebriedad, pero la ebriedad volvía a mí. La ebriedad y la mujer alada, de quien yo era alimento. Pero, aunque al principio me dejé llevar por la peripecia del instinto de supervivencia, ahora ya no me quejo. La dejo estar. Después de meses del placer que me ha matado lentamente, descubrí que, en el camino hacia la muerte, el único problema es el instinto pusilánime que hace difícil aceptarla; y descubrí también que no hay mejor manera de pasar mis últimos días que en el abrazo de las plumas negras de la mujer alada, mientras ella me devora.
4 comentarios:
yeahh me gusta. oye diego, para que no digas que aline la tiene contigo, hoy leyó tu cuento en clase porque dijo que estaba muy bien. y no viniste!
me gusta mucho!
me sabe como a cabaret!
Ashauri
¡Que buen texto!, las reiteraciónes son un buen recurso y no estorban.
Se me olvidó anotar mi nombre.
Yo hice el comentario de arriba.
Adriana.
Publicar un comentario