Morir de amor
María Teresa Hurtado
Pocas cosas llaman tanto mi atención como los nombres que la gente da a sus mascotas, específicamente a los perros, que son las más comunes y numerosas en las ciudades y pueblos. Es entre la gente sencilla, en los suburbios, porque aún en este rubro tan canino hay clases sociales, donde se escuchan nombres ingeniosos: “Granizo”, “Churro”, “Cachacuás”... Claro, hay aquellos que faltos de originalidad o aspirando a parecerse en todo a los riquillos, a sus mismísimos explotadores, bautizan a los cachorros con los gastados, agringados, “Brauni”, “Terry”, “Blaqui”,”Shadow”, etc. Un tiempo estuvo de moda ponerle a los pobres animales nombres de figuras abominadas de la historia. Así oía uno gritos de “Nerón, ‘stese quieto”, o “Tácher, métase”, o “Nixon, ven acá”… El de esta historia no es menos eminente; se llamaba Caruso, un común habitante de un barrio popular. No se bien porqué, pero le iba bien el nombre. Era de pelaje negro, medio rizado, de raza callejera, de buen tamaño y mirada astuta, intrépido, guardián celoso de su territorio, que imponía respeto con sus ladridos potentes, firmes y decididos, pero que igual servía de almohada a los gatos, para las siestas diurnas colectivas.
Nunca estaba encerrado, su espíritu libre no lo hubiera resistido; entraba y salía de la casa de sus dueños como cualquier miembro de la familia. Se reunía con los demás perros de la calle, sus amigos, asegurando su reconocimiento como líder, a como diera lugar. No toleraba el merodeo de ningún perro extraño en el vecindario, y a fuerza de ladridos los echaba sin dar oportunidad de que el visitante mostrara siquiera su bandera blanca de paz. Si éste insistía en prolongar la visita, una sangrienta pelea, de la que usualmente resultaba ganador, era el método de convencimiento, de persuasión, para que el atrevido no intentara pisar de nuevo su zona exclusiva.
Pero toda su fuerza y bravura se nulificaban cuando alguna hembra de los alrededores entraba en celo. Sus aullidos de amor duraban horas enteras, de día, de noche. No había consuelo posible para él, ni paz para los oídos de los vecinos. Los días que duraba el aroma -percibido solo por el instinto animal, el pobre Caruso no comía, no bebía, no movía la cola para dar la bienvenida a los miembros de su casa, como lo hacía por costumbre en demostración de su fidelidad a quienes lo alimentaban. Echado, haciendo guardia afuera de la casa donde habitaba la causante de sus penas de amor, guardaba toda su energía, esperando el momento para cortejar a la dama de sus sueños.
Sin embargo ningún amor se presentó tan imposible de alcanzar al persuasivo pretendiente como el de la “Tiza”, esa perra negra y hermosa de la casa de junto. Tiza era algunos puntos menos que una labradora de raza que lo inquietó más allá que todas las demás chicas de la calle. Y la deseaba más por la dificultad de establecer contacto con ella. Los celosos dueños de esta doncella no estaban dispuestos a emparentar con un cualquiera. Ella no salía sola a la calle nunca, su clase se lo impedía, y mucho menos en esos días en que podía perder la honra en manos de alguien sin raza como él, y de bajo nivel social en la escala perruna. En esos días de riesgo la Tiza ni siquiera se acercaba a la reja, por donde Caruso la había divisado la primera vez, cuando todavía era una cachorrita sin educación pero que mostraba ya su perfil casi aristocrático y de buena moza. No por ello Caruso perdía la esperanza. Tampoco lo desanimaban las amables invitaciones a retirarse formuladas con piedras y gritos que llegaban desde el otro lado de la reja.
En una de esas noches, el intrépido enamorado, convertido en pájaro, equipado con las alas de su pasión, alzó el vuelo por encima de la reja de más de un metro de altura, enfundado en su decisión de unirse a la Tiza, de una vez para siempre, a costa de lo que fuera. Así que voló sobre la reja, impulsándose con maestría, como un avión que alcanzara altura en una pista improvisada. Cayó al otro lado, dentro de la casa, y el sonido del peso de su cuerpo despertó a las autoridades resguardadoras de la virginidad de la Tiza. El amo se dio cuenta enseguida de la situación, y en medio de la oscuridad salió empiyamado, tomó una tabla con clavo, y emulando a Doña Eufrosina se dispuso a castigar al trasnochado volador con una lección inolvidable, que lo hiciera entender, de una vez por todas, la improcedencia de sus aspiraciones. Solo uno de los varios intentos alcanzó el cuero firme y peludo de Caruso, que digno y valiente no emitió queja alguna por el golpe recibido. Esta vez no salió volando, sino huyendo por la reja que fue abierta por su verdugo, sin haber alcanzado siquiera a mirar a la princesa de sus deseos, que encerrada en una de las torres del castillo dormía, sin imaginarse lo que ocurría a su alrededor y de lo que ella era causa.
La vida siguió su curso, pasado el celo de la Tiza, Caruso se recuperó del golpe físico y moral, volvió a las andadas persiguiendo a las gallinas y a su rosario de pollitos, escapados de alguna casa en busca de insectos de otro sabor; recuperó el territorio temporalmente abandonado. Por las noches, desahogaba su desconsuelo con alguna perra callejera del barrio. En el día se echaba a dormir al sol, tal vez soñando una nueva estrategia que le permitiera al fin esa su unión, tantas veces impedida por su triste inferioridad de clase.
La Tiza había alcanzado la madurez. Los cuidados y buena educación que recibía habían acentuado su belleza canina. Su pelo negro brillaba hasta azular, las orejas erguidas, las patas fuertes, el cuerpo sano y vigoroso compensaban por mucho la falta de calificación; cualquiera diría que era un ejemplar de raza y pedigrí. Tantos atributos no pasaban desapercibidos para nadie, y menos para Caruso, por eso en el celo que siguió, y que coincidió con la temporada de lluvias, el valiente macho se apostó en la puerta de la casa de su amada con la decisión y temple de un personaje shakesperiano. Nada ni nadie doblegaba su esperanza. Las noches las pasaba echado en un charco de agua y lodo que se formaba en la famosa reja de su infortunio; el día, al rayo del sol. Sus dueños compadecidos y solidarios lo llamaban para darle alimento, pero nada hacía que desmontara la guardia de la esperanza. Hasta los dueños de la Tiza lograron compadecerse al ver la inquebrantable voluntad del animal, y resignados a su presencia le arrimaban agua y hasta uno que otro hueso, pero Caruso ni siquiera los olfateaba.
Al cuarto día de guardia y ayuno, los aullidos del animal no se oyeron más; había caído en un estado de letargo tal, que fue sencillo para sus dueños cargarlo y meterlo al coche, sin que ofreciera resistencia. Al poco rato de llegar con el veterinario, su corazón dejó de latir. No había ningún mal orgánico que explicara su muerte, les dijo; ningún veneno, ni virus ni bacteria. Es un caso extraño, muy extraño, cualquiera diría que murió por decisión propia…
Pocas cosas llaman tanto mi atención como los nombres que la gente da a sus mascotas, específicamente a los perros, que son las más comunes y numerosas en las ciudades y pueblos. Es entre la gente sencilla, en los suburbios, porque aún en este rubro tan canino hay clases sociales, donde se escuchan nombres ingeniosos: “Granizo”, “Churro”, “Cachacuás”... Claro, hay aquellos que faltos de originalidad o aspirando a parecerse en todo a los riquillos, a sus mismísimos explotadores, bautizan a los cachorros con los gastados, agringados, “Brauni”, “Terry”, “Blaqui”,”Shadow”, etc. Un tiempo estuvo de moda ponerle a los pobres animales nombres de figuras abominadas de la historia. Así oía uno gritos de “Nerón, ‘stese quieto”, o “Tácher, métase”, o “Nixon, ven acá”… El de esta historia no es menos eminente; se llamaba Caruso, un común habitante de un barrio popular. No se bien porqué, pero le iba bien el nombre. Era de pelaje negro, medio rizado, de raza callejera, de buen tamaño y mirada astuta, intrépido, guardián celoso de su territorio, que imponía respeto con sus ladridos potentes, firmes y decididos, pero que igual servía de almohada a los gatos, para las siestas diurnas colectivas.
Nunca estaba encerrado, su espíritu libre no lo hubiera resistido; entraba y salía de la casa de sus dueños como cualquier miembro de la familia. Se reunía con los demás perros de la calle, sus amigos, asegurando su reconocimiento como líder, a como diera lugar. No toleraba el merodeo de ningún perro extraño en el vecindario, y a fuerza de ladridos los echaba sin dar oportunidad de que el visitante mostrara siquiera su bandera blanca de paz. Si éste insistía en prolongar la visita, una sangrienta pelea, de la que usualmente resultaba ganador, era el método de convencimiento, de persuasión, para que el atrevido no intentara pisar de nuevo su zona exclusiva.
Pero toda su fuerza y bravura se nulificaban cuando alguna hembra de los alrededores entraba en celo. Sus aullidos de amor duraban horas enteras, de día, de noche. No había consuelo posible para él, ni paz para los oídos de los vecinos. Los días que duraba el aroma -percibido solo por el instinto animal, el pobre Caruso no comía, no bebía, no movía la cola para dar la bienvenida a los miembros de su casa, como lo hacía por costumbre en demostración de su fidelidad a quienes lo alimentaban. Echado, haciendo guardia afuera de la casa donde habitaba la causante de sus penas de amor, guardaba toda su energía, esperando el momento para cortejar a la dama de sus sueños.
Sin embargo ningún amor se presentó tan imposible de alcanzar al persuasivo pretendiente como el de la “Tiza”, esa perra negra y hermosa de la casa de junto. Tiza era algunos puntos menos que una labradora de raza que lo inquietó más allá que todas las demás chicas de la calle. Y la deseaba más por la dificultad de establecer contacto con ella. Los celosos dueños de esta doncella no estaban dispuestos a emparentar con un cualquiera. Ella no salía sola a la calle nunca, su clase se lo impedía, y mucho menos en esos días en que podía perder la honra en manos de alguien sin raza como él, y de bajo nivel social en la escala perruna. En esos días de riesgo la Tiza ni siquiera se acercaba a la reja, por donde Caruso la había divisado la primera vez, cuando todavía era una cachorrita sin educación pero que mostraba ya su perfil casi aristocrático y de buena moza. No por ello Caruso perdía la esperanza. Tampoco lo desanimaban las amables invitaciones a retirarse formuladas con piedras y gritos que llegaban desde el otro lado de la reja.
En una de esas noches, el intrépido enamorado, convertido en pájaro, equipado con las alas de su pasión, alzó el vuelo por encima de la reja de más de un metro de altura, enfundado en su decisión de unirse a la Tiza, de una vez para siempre, a costa de lo que fuera. Así que voló sobre la reja, impulsándose con maestría, como un avión que alcanzara altura en una pista improvisada. Cayó al otro lado, dentro de la casa, y el sonido del peso de su cuerpo despertó a las autoridades resguardadoras de la virginidad de la Tiza. El amo se dio cuenta enseguida de la situación, y en medio de la oscuridad salió empiyamado, tomó una tabla con clavo, y emulando a Doña Eufrosina se dispuso a castigar al trasnochado volador con una lección inolvidable, que lo hiciera entender, de una vez por todas, la improcedencia de sus aspiraciones. Solo uno de los varios intentos alcanzó el cuero firme y peludo de Caruso, que digno y valiente no emitió queja alguna por el golpe recibido. Esta vez no salió volando, sino huyendo por la reja que fue abierta por su verdugo, sin haber alcanzado siquiera a mirar a la princesa de sus deseos, que encerrada en una de las torres del castillo dormía, sin imaginarse lo que ocurría a su alrededor y de lo que ella era causa.
La vida siguió su curso, pasado el celo de la Tiza, Caruso se recuperó del golpe físico y moral, volvió a las andadas persiguiendo a las gallinas y a su rosario de pollitos, escapados de alguna casa en busca de insectos de otro sabor; recuperó el territorio temporalmente abandonado. Por las noches, desahogaba su desconsuelo con alguna perra callejera del barrio. En el día se echaba a dormir al sol, tal vez soñando una nueva estrategia que le permitiera al fin esa su unión, tantas veces impedida por su triste inferioridad de clase.
La Tiza había alcanzado la madurez. Los cuidados y buena educación que recibía habían acentuado su belleza canina. Su pelo negro brillaba hasta azular, las orejas erguidas, las patas fuertes, el cuerpo sano y vigoroso compensaban por mucho la falta de calificación; cualquiera diría que era un ejemplar de raza y pedigrí. Tantos atributos no pasaban desapercibidos para nadie, y menos para Caruso, por eso en el celo que siguió, y que coincidió con la temporada de lluvias, el valiente macho se apostó en la puerta de la casa de su amada con la decisión y temple de un personaje shakesperiano. Nada ni nadie doblegaba su esperanza. Las noches las pasaba echado en un charco de agua y lodo que se formaba en la famosa reja de su infortunio; el día, al rayo del sol. Sus dueños compadecidos y solidarios lo llamaban para darle alimento, pero nada hacía que desmontara la guardia de la esperanza. Hasta los dueños de la Tiza lograron compadecerse al ver la inquebrantable voluntad del animal, y resignados a su presencia le arrimaban agua y hasta uno que otro hueso, pero Caruso ni siquiera los olfateaba.
Al cuarto día de guardia y ayuno, los aullidos del animal no se oyeron más; había caído en un estado de letargo tal, que fue sencillo para sus dueños cargarlo y meterlo al coche, sin que ofreciera resistencia. Al poco rato de llegar con el veterinario, su corazón dejó de latir. No había ningún mal orgánico que explicara su muerte, les dijo; ningún veneno, ni virus ni bacteria. Es un caso extraño, muy extraño, cualquiera diría que murió por decisión propia…
4 comentarios:
Me gustó bastante. ¿De quién es?
Diego
me gusta la historia, pero creo que el primer párrafo donde está tu voz como de "periodista" no hace falta. es mejor que entres de lleno en la historia en tercera persona, que se mantiene a lo largo del resto del cuento.
Tal vez estoy un poco en desacuerdo con Niqui, pero es un desacuerdo parcial. Creo que el principio "de voz periodista" sí da una visión distinta de las cosas, una visión por encima de los hechos. Presenta el panorama de las situaciones que vas a manejar. Pero una vez que empiezas a contar la historia en sí deberías cambiar de párrafo para mantener el tinte panorámico y aprovechar al máximo la técnica de "voz periodística"... Creo que mejoraría, aunque puedes dejarlo así. Me parece un texto muy bueno.
Diego
Yo estoy de acuerdo con Nicol, es un buen texto y se sostendría muy bien sin esa primera parte, donde a mí gusto parece el inicio de un ensáyo y no de un cuento.
Tere ¡Caruso no merecía morir!
jajaja, es broma, simplemente me encantó.
Adriana
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