Mezanine

Ashauri López

Un bulto enrome invadía más de la mitad de su cuerpo, demasiado joven, flor cerrada con esporas ajenas, se miró al espejo, nada era igual ya, poco le faltaba para transformarse en maestra de vida y le emocionaba, le emocionaba tanto que verlo fue mejor que cualquier visión guadalupana. La religión le había cerrado las puertas esa mañana.

Nadie le ayudaba pero ella seguía, pensando en el clima para esos días, libros de nombres, tiempo suave, sostenes llenos.

Calidad de mujer en tiempos de dolor.

Y de repente alguien le tendió la mano, alguien le sugirió asesoría, tal vez un médico privado la llevaría por el buen sendero prenatal.

Su madre la levantó con agua helada, era la alarma más suave de toda su vida. Cuando una está embarazada solo las evacuaciones nocturnas irrumpen en la danza de crecimiento interno. El goce del mas profundo secreto en la vida.

Camino largo, lejanía de la ciudad, médicos sonrientes, la nerviosa hospitalidad.

Algo no andaba bien, ella lo sabía, anestesia general, anestesia para una miserable radiografía.

Soñó con elefantes pequeños, los bañaba, los acariciaba, les daba besos, un disparo en el fondo, cazadores detrás de los arbustos acabaron con su compañero de juego.

Chilló, chilló mucho, entintó sus ropas de rojo mientras la hemorragia filtraba el alma de su pequeño amigo.

Se despertó en su casa, sangre entre las piernas, su madre con un feto latente en las manos destrozó todas sus ansias maternas.

- Iba a arruinar tu vida hija, eres demasiado chica.

Pero Lili no se quejó, no gritó, ni siquiera frunció el seño.

Se quedó pasmada, envolvió al ultrajado, la arrulló toda la noche.

Yacía en la mesa de la cocina; pedazo de papel, sangre coagulada hasta el marrón:

“Mama, salí de compras, me hace falta un biberón.”