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26.9.07

El hombre y la tarántula

Nicole Cecilia Delgado
La migala discurre libremente por la casa,
pero mi capacidad de horror no diminuye.

Juan José Arreola


Si no fuera por mí, Juan se habría suicidado. No, no lo hubiera hecho. No tiene la fuerza de voluntad para disparar un arma de fuego, para desgarrar de un navajazo las venas gruesas de su cuello o de sus ingles, o para colgar, siquiera, un nudo de soga desde el techo y considerar la posibilidad de ahorcarse. El pobre Juan tiende a la pulcritud y al miedo. Irónicamente, que yo ronde la casa le ha infundido cierta extraña vitalidad durante los últimos años. La rutina de limpiar la casa, de buscarme, de pensar en mí, de soñar conmigo, justifican sus más prosaicas excentricidades. Juan es un hombre muy triste, a veces me contagia. Nuestra convivencia me ha hecho comprenderlo, incluso sentir por él cierta compasión maternal. Es raro, durante los años que llevamos encerrados en este departamento frío, he canalizado mis instintos protectores hacia cuidar de los acechos de los depredadores a ese mamífero torpe que colecciona insectos y gusanos para alimentarme.

Es tan indefenso. A lo largo de estos años ha desarrollado manías que mantendrían ocupado al mejor de los psiquiatras. Cada vez que llega a la casa mira primero por el ojo de la cerradura, como si el gesto de achicar los ojos para ver por la estrecha ranura fuera a darle una vista panorámica que revelara mis diversos escondites. Luego, aliviado, entra al departamento. Se quita el abrigo; lo coloca en un perchero; pasa a la cocina; se prepara un té. Después enciende un cigarrillo y recorre todas las esquinas del despacho con un plumero en la otra mano. Busca y destruye sistemáticamente todas mis telas, aun sabiendo que esto constituye para él un peligro mayor. Cuando puedo devorar las moscas que quedan atrapadas en la tela me mantengo ocupada y satisfecha por días, y no tendría la necesidad de acercarme a su cuerpo envejecido.

Recuerdo perfectamente la tarde en que llegué a esta casa. Juan y su novia, entonces alegres y todavía jóvenes, habían visitado la carpa del circo a penas un par de días antes de que él regresara por mí. Lo visité en sueños; se obsesionó conmigo. La noche era para él la tarántula negra de sus pensamientos, el alivio que le daba la certeza de conocer la manera inminente en que iba a morir. Por tres días su insomnio lo envolvió como atrapado en una tela. El sueño y el pensamiento se le hicieron uno solo en la posibilidad de mi veneno. Se volvió inmediatamente sombrío, silencioso, nocturnal. Al tercer día regresó solo al circo. Traía consigo una pequeña cajita de madera decorada con oro y esmeraldas que había comprado especialmente para la ocasión de sus delirios. Tuvo una larga conversación con el saltimbanqui, a quien su retorcido sentido del humor le permitió venderme de buena gana y hacer morbosas apuestas con los malabaristas del circo sobre cuánto tardaría Juan en recibir la temida picadura mortal. Así perdió rápidamente todas las ganancias que le había propiciado mi venta.

Ese mismo día se fue Beatriz. Juan colocó la cajita en la mesa y la llamó por teléfono. “Te tengo un regalo, mi amor” – le dijo. Preparó una cena lujosa y la invitó a quedarse. Después del postre, le entregó la caja. Ella lanzó un grito de horror que hizo estremecer hasta a la tenue luz de un candelabro que iluminaba lateralmente el comedor. “¡Estás loco!” gritó furiosa. Tomó sus cosas, dio un portazo, y no regresó nunca. Entonces a Juan pareció no importarle mucho el abandono. Estaba hipnotizado por el lento movimiento de mis patas, por la circularidad fractal de mi tela (frágil aposento de la muerte), por la longitud de las hebras del terciopelo borgoña que me cubría el tórax y el abdomen, por el brillo terrible de mis ojos.

Lo percibí de inmediato, estábamos perdidos. Juan se había enamorado de la locura de tenerme en casa trepando las paredes manchadas de humedad. Ah, la locura de enamorarse de la muerte. Hombre y tarántula, solos, abismados, enamorándose como dos locos suicidas, entregados a este ritual enfermo y cotidiano que nos ha tomado años para perfeccionarse. Ha sido inevitable: nos hemos ido envenenando el uno al otro poco a poco. Cada día vuelvo a tejer la tela que él destruirá en la tarde para luego recompensar la pérdida regalándome los distintos insectos que va juntando. Estamos locos, definitivamente. Hemos destrozado a la Naturaleza.

Hoy comencé a mudar la piel por última vez. Juan no sabe que este proceso me debilita, que hoy tampoco podré obsequiarle la picadura mortal que tanto ha deseado. El final de mi vida está más cerca que el suyo, aunque yo vivo con menos riesgos y él cree todavía sentir horror por mí.

1 comentario:

El Loco dijo...

Me gustó mucho como se han ido envenenando sin veneno, me hipnotizó el ritmo.
Adriana.